Escuelas, institutos y facultades suspendieron clases este lunes porque llovía. Algo ha cambiado en este país: ¿la responsabilidad? ¿Las ganas? ¿O simplemente estamos cada vez más boludos?
Escuelas primarias, secundarias, y también facultades de la Universidad Nacional del Comahue, anunciaron durante la mañana de este lunes la suspensión de sus actividades, por la lluvia. Así, la naturaleza y su particular interpretación de parte de la burocracia estatal regional, consiguieron un nuevo lauro para añadir al palmarés de la ineficacia: un día menos de clases porque llovía.
No pasará a la historia, pero es digno de destacar. Y de preguntarse: ¿por qué una lluvia, común y silvestre, consigue cerrar escuelas? ¿Por qué, especialmente en una región donde llueve cada tanto, en un régimen pluviométrico que oscila apenas en los 180-200 milímetros anuales?
Pensando estas cosas elementales, recordé a la señorita Hesayne, mi maestra (y directora de escuela) de tercer grado, en la primaria Nº 22, Constancio C. Vigil, de Azul, provincia de Buenos Aires.
Me acordé de ella porque cierta vez, que llovió más de 100 milímetros en pocas horas, y todo el barrio se inundó (calles de tierra, pocas casas, zona semi-rural),y nosotros, ilusos alumnos, pensamos que las clases se suspenderían en razón de lo intransitable que estaban las calles, ya que se “encajaban” hasta los tractores.
Entonces vimos llegar desde nuestra casa, que quedaba frente mismo a la escuela, a la señorita Hesayne, y a las otras dos maestras, en un carro tirado por un caballo miserable, tapadas con impermeables y paraguas.
La señorita Hesayne se bajó del carro, metió las botas de goma hasta la caña en el barro y el agua, chapoteó con alegría, y nos dijo: “¡Vamos, chicos, que está hermoso para hacer unas tortas fritas!
Tuvimos clases, claro.
En aquella época, teníamos clases todos los días del año.
Rubén Boggi
Escuelas primarias, secundarias, y también facultades de la Universidad Nacional del Comahue, anunciaron durante la mañana de este lunes la suspensión de sus actividades, por la lluvia. Así, la naturaleza y su particular interpretación de parte de la burocracia estatal regional, consiguieron un nuevo lauro para añadir al palmarés de la ineficacia: un día menos de clases porque llovía.
No pasará a la historia, pero es digno de destacar. Y de preguntarse: ¿por qué una lluvia, común y silvestre, consigue cerrar escuelas? ¿Por qué, especialmente en una región donde llueve cada tanto, en un régimen pluviométrico que oscila apenas en los 180-200 milímetros anuales?
Pensando estas cosas elementales, recordé a la señorita Hesayne, mi maestra (y directora de escuela) de tercer grado, en la primaria Nº 22, Constancio C. Vigil, de Azul, provincia de Buenos Aires.
Me acordé de ella porque cierta vez, que llovió más de 100 milímetros en pocas horas, y todo el barrio se inundó (calles de tierra, pocas casas, zona semi-rural),y nosotros, ilusos alumnos, pensamos que las clases se suspenderían en razón de lo intransitable que estaban las calles, ya que se “encajaban” hasta los tractores.
Entonces vimos llegar desde nuestra casa, que quedaba frente mismo a la escuela, a la señorita Hesayne, y a las otras dos maestras, en un carro tirado por un caballo miserable, tapadas con impermeables y paraguas.
La señorita Hesayne se bajó del carro, metió las botas de goma hasta la caña en el barro y el agua, chapoteó con alegría, y nos dijo: “¡Vamos, chicos, que está hermoso para hacer unas tortas fritas!
Tuvimos clases, claro.
En aquella época, teníamos clases todos los días del año.
Rubén Boggi