Duele ver que no quedó nada de nuestro pueblo, acá me casé y nació mi primer hijo", se lamenta Manuel "Mike" Barbat al caminar con cuidado por las ruinas de donde alguna vez estuvo su casa, de la que hoy sólo quedan restos del piso, entre arbustos que crecen descontrolados. Las paredes, el techo y la vida, desaparecieron, pero no así los recuerdos.
Villa Alicurá, un pueblo fantasma Fuente: LA NACION - Crédito: Marcelo Martínez
Desde 1979 hasta 1986, alrededor de 3.200 personas vivieron en Villa Alicurá, un asentamiento temporario que habitaron junto a sus familias los trabajadores que construyeron la represa Alicurá, sobre el cauce del río Limay, en la provincia de Neuquén.
El pueblo tenía cine, correo, repetidora de TV, hospital, comercios y hasta una escuela secundaria. "En la terminal de ómnibus podías tomar un colectivo e irte a cualquier lugar del país, gratis", recuerda Marcela Suárez, mencionando los beneficios que la empresa constructora daba a sus trabajadores. "Nos resulta increíble haber vivido en un pueblo que no existe más", remata Mike. La obra terminó en 1986, y todas las casas fueron desmanteladas y sus habitantes obligados a irse. 33 años después, algunos regresaron a su lugar en el mundo.
Villa Alicurá albergó a familias de todas partes del país durante siete años (el tiempo que duró la construcción de la obra) y la pequeña ciudad fue escenario del desarrollo de una comunidad que lo tenía todo allí. A 100 kilómetros de Bariloche y a 350 de Neuquén, la villa estaba alejada de los centros urbanos y tal vez esto haya abonado un fuerte sentimiento de unión entre sus pobladores.
Villa Alicurá, un pueblo fantasma Fuente: LA NACION - Crédito: Marcelo Martínez
"Habíamos hecho una conducta del Sí", resume Mike. "Cualquier cosa que necesitabas, la respuesta era un sí". De esta forma, las 3.200 personas que vivían en la villa forjaron lazos y formaron una gran familia. La represa (a cargo de la empresa estatal Hidronor y adjudicada a la compañía italiana Impregilo) les dio vivienda a las familias y pabellones a los solteros. Todos los fines de año ponían a disposición hasta 300 micros para llevar a sus provincias a los trabajadores para que pasaran las fiestas con sus familias. "Nos daban hasta la vajilla, los muebles, todo", recuerda Dante Vázquez. Muchos de los que vivieron aquí venían de trabajar en otras represas, como Salto Grande. "Algo raro pasó en Alicurá, nadie se quería ir de acá, fuimos muy felices", aclara Marcela, quien se crió en El Chocón y pasó su infancia en la villa.
El río Limay nace en el Lago Nahuel Huapí, que está a 764 metros sobre el nivel del mar, por lo que sus cristalinas aguas, que serpentean un curso de 500 kilómetros (y que marca el límite entre Río Negro y Neuquén) tienen un fuerte caudal que se ha aprovechado para generar energía hidroeléctrica. Las represas de Piedra del Aguila y Alicurá, son un ejemplo de esto. La obra de Alicurá comenzó en 1979 y demandó un trabajo titánico, que incluyó desviar el curso del río con dos grandes túneles para poder hacer la represa y así regular sus aportes fluviales, produciendo energía que es distribuida en toda la red nacional interconectada.
El embalse cubrió un área de 6.500 hectáreas, con una profundidad media de 60 metros. La represa tiene una altura de 120 metros y cuatro turbinas en su interior generan 1.050 MW. A su inauguración, hecha en 1984, cuando se puso en marcha la primera de ellas, asistió el entonces presidente Raúl Alfonsín, y fue el acontecimiento que marcó el principio del fin para la villa. "Para nosotros fue muy fuerte venir y vivir al lado de un río y verlo transformado en lago", relata con extrañeza Marcela, quien fue testigo, como todos los que vivían en la villa, del nacimiento del embalse.
Treinta y tres años después de haber sido obligados a irse de su pueblo y de su estilo de vida, LA NACION logró reunir a un grupo de ex vecinos que pudieron entrar por primera vez a la villa desde que la abandonaron en 1986. Una vez finalizada la obra, la tierra donde se asentó el pueblo pasó a ser propiedad privada, y aunque muchas veces quisieron volver, la entrada les estuvo prohibida.
Villa Alicurá, un pueblo fantasma Fuente: LA NACION - Crédito: Marcelo Martínez
El acceso a las ruinas de la villa se ubica en el kilómetro 1450 de la ruta nacional 237. El paisaje no puede ser más perfecto, pero también desesperanzador. Rodeado de montes esteparios, el embalse del río Limay es un espejo de agua azul. En lo alto de la ruta se ve el trazado y el dibujo vial de una población, con arboleda, cordón cuneta, pero con ninguna casa en pie. Esa es la Villa Alicurá.
"Allá estaba el correo", señala Marta Villagra, dirigiendo su mirada a una parcela donde solo quedan los restos de unas baldosas de plástico. Los recuerdos desafían la realidad y cada uno de estos alicurenses verá su casa o un comercio en donde hoy no existe nada. Las calles están invadidas por la vegetación y de las casas solo quedan los cimientos, no han sobrevivido ni los nombres de las calles (que estaban denominadas con letras).
Existen dos construcciones que sí quedaron en pie: el comedor de los obreros y la escuela primaria. "En el cine vi las películas de Luis Miguel, era una diversión para nosotras", recuerda Marcela. El hospital, de alta complejidad, atendía todos los nacimientos que se producían en la villa. "Yo fui el primero que se casó en la capilla", recuerda Mike. Había comisaría, "pero los calabozos quedaron invictos", afirma orgulloso. Las casas tenían fondos en común y el sentido de propiedad dejó paso a un sentimiento de compartir la vida en comunidad.
Villa Alicurá, un pueblo fantasma Fuente: LA NACION - Crédito: Marcelo Martínez
La dinámica de la vida en la villa era la de un pueblo, pero con muchos más servicios. Los hombres cumplían turnos de 12 horas de trabajo. Muchos de ellos pasaban todo el día construyendo túneles. Las mujeres, los niños y los obreros que estaba descansando, permanecían en la villa. La vida social era intensa. Había un grupo de teatro, bailes, un club donde se hacían deportes, supermercado, banco, galería de comercios.
Un alto porcentaje de italianos ocupaban cargos administrativos. Habían venido también con sus familias y sus hijos asistían a una escuela especial. "Les daban clases en italiano, de septiembre a junio, y luego se iban a rendir a Italia", afirma Marcela. "Había una Institución que se llamaba Servicios Generales: "Si se te rompía un lavarropas, al otro día ya tenías otro", recuerda Elda López. "Nosotros no pagábamos nada, todo lo daba la empresa", sintetiza. Todos los días tenían ómnibus gratis para viajar a Bariloche. "Hacías un asado y tu vecino se sumaba, y luego el otro. Éramos una gran familia", completa Ery Miranda.
La represa fue un imán para todo aquel que quisiera trabajo y a los 3200 pobladores estables se les sumaron muchos. "Llegamos a tener 5.000 habitantes en la villa", recuerda Mike. Las condiciones para aplicar eran simples: con 16 años y la primaria hecha, era suficiente. "Te tomaban de chico para que pudieras aprender", rememora.
Villa Alicurá, un pueblo fantasma Fuente: LA NACION - Crédito: Marcelo Martínez
Para 1980, la comunidad ebullía. "Todos los artistas que venían a Bariloche, los íbamos a buscar para traerlos a Alicurá", dice Mike. Así, llegaron Sergio Denis, Los Pimpinela, Los Plateros, sólo para nombrar a algunos. "Un día trajimos a Moria Casán, no se debe acordar que estuvo acá", tira al pasar.
En 1984, con parte de la obra terminada, Alicurá comenzó a transitar el principio de su fin. La nevada de ese año marcó un antes y después en la historia del pueblo, que estaba condenado a desaparecer dos años después. "Hubo más de un metro de nieve, quedamos incomunicados", rememora Marcela. La escuela suspendió las clases y entonces los niños tomaron el pueblo. "Hicimos muñecos, nos tirábamos en culipatín por la calle Q, que era la más alta", agrega.
La obra de la represa Alicurá terminó en 1986. La empresa tenía que desmantelar la villa para llevar todas las casas y edificios a la obra que estaba haciendo en Piedra del Águila. "Recibías un telegrama, te decían que en 15 días te tenías que ir", recuerda Mike. El destino podría estar dentro de la provincia o en cualquier parte del país que Impregilo tuviera obras, como Yacyretá.
Villa Alicurá, un pueblo fantasma Fuente: LA NACION - Crédito: Marcelo Martínez
"La empresa no te ayudaba en la mudanza, aparecía un camión en tu casa y en poco tiempo tenías que meter lo que podías", conmemora Marta. "Eran momentos tristes, no querías ver a nadie, te levantabas y tu vecino ya no estaba más", agrega Oscar Alfaro.
Los 3.200 habitantes se fueron y en pocos meses el pueblo quedó sin casas ni edificios. "A veces pasaba por la ruta y paraba para mirar cómo había terminado todo, mi hijo había nacido ahí, fue mi lugar en el mundo", explica Mike, que ha hecho un museo en su casa en la vecina Plottier con todo lo que pudo juntar de esta localidad que existió por siete años. y sigue viviendo en el recuerdo de sus ex habitantes, que pelean contra el olvido.
Por: Leandro Vesco
Desde 1979 hasta 1986, alrededor de 3.200 personas vivieron en Villa Alicurá, un asentamiento temporario que habitaron junto a sus familias los trabajadores que construyeron la represa Alicurá, sobre el cauce del río Limay, en la provincia de Neuquén.
El pueblo tenía cine, correo, repetidora de TV, hospital, comercios y hasta una escuela secundaria. "En la terminal de ómnibus podías tomar un colectivo e irte a cualquier lugar del país, gratis", recuerda Marcela Suárez, mencionando los beneficios que la empresa constructora daba a sus trabajadores. "Nos resulta increíble haber vivido en un pueblo que no existe más", remata Mike. La obra terminó en 1986, y todas las casas fueron desmanteladas y sus habitantes obligados a irse. 33 años después, algunos regresaron a su lugar en el mundo.
Villa Alicurá albergó a familias de todas partes del país durante siete años (el tiempo que duró la construcción de la obra) y la pequeña ciudad fue escenario del desarrollo de una comunidad que lo tenía todo allí. A 100 kilómetros de Bariloche y a 350 de Neuquén, la villa estaba alejada de los centros urbanos y tal vez esto haya abonado un fuerte sentimiento de unión entre sus pobladores.
"Habíamos hecho una conducta del Sí", resume Mike. "Cualquier cosa que necesitabas, la respuesta era un sí". De esta forma, las 3.200 personas que vivían en la villa forjaron lazos y formaron una gran familia. La represa (a cargo de la empresa estatal Hidronor y adjudicada a la compañía italiana Impregilo) les dio vivienda a las familias y pabellones a los solteros. Todos los fines de año ponían a disposición hasta 300 micros para llevar a sus provincias a los trabajadores para que pasaran las fiestas con sus familias. "Nos daban hasta la vajilla, los muebles, todo", recuerda Dante Vázquez. Muchos de los que vivieron aquí venían de trabajar en otras represas, como Salto Grande. "Algo raro pasó en Alicurá, nadie se quería ir de acá, fuimos muy felices", aclara Marcela, quien se crió en El Chocón y pasó su infancia en la villa.
El río Limay nace en el Lago Nahuel Huapí, que está a 764 metros sobre el nivel del mar, por lo que sus cristalinas aguas, que serpentean un curso de 500 kilómetros (y que marca el límite entre Río Negro y Neuquén) tienen un fuerte caudal que se ha aprovechado para generar energía hidroeléctrica. Las represas de Piedra del Aguila y Alicurá, son un ejemplo de esto. La obra de Alicurá comenzó en 1979 y demandó un trabajo titánico, que incluyó desviar el curso del río con dos grandes túneles para poder hacer la represa y así regular sus aportes fluviales, produciendo energía que es distribuida en toda la red nacional interconectada.
El embalse cubrió un área de 6.500 hectáreas, con una profundidad media de 60 metros. La represa tiene una altura de 120 metros y cuatro turbinas en su interior generan 1.050 MW. A su inauguración, hecha en 1984, cuando se puso en marcha la primera de ellas, asistió el entonces presidente Raúl Alfonsín, y fue el acontecimiento que marcó el principio del fin para la villa. "Para nosotros fue muy fuerte venir y vivir al lado de un río y verlo transformado en lago", relata con extrañeza Marcela, quien fue testigo, como todos los que vivían en la villa, del nacimiento del embalse.
Treinta y tres años después de haber sido obligados a irse de su pueblo y de su estilo de vida, LA NACION logró reunir a un grupo de ex vecinos que pudieron entrar por primera vez a la villa desde que la abandonaron en 1986. Una vez finalizada la obra, la tierra donde se asentó el pueblo pasó a ser propiedad privada, y aunque muchas veces quisieron volver, la entrada les estuvo prohibida.
"Allá estaba el correo", señala Marta Villagra, dirigiendo su mirada a una parcela donde solo quedan los restos de unas baldosas de plástico. Los recuerdos desafían la realidad y cada uno de estos alicurenses verá su casa o un comercio en donde hoy no existe nada. Las calles están invadidas por la vegetación y de las casas solo quedan los cimientos, no han sobrevivido ni los nombres de las calles (que estaban denominadas con letras).
Existen dos construcciones que sí quedaron en pie: el comedor de los obreros y la escuela primaria. "En el cine vi las películas de Luis Miguel, era una diversión para nosotras", recuerda Marcela. El hospital, de alta complejidad, atendía todos los nacimientos que se producían en la villa. "Yo fui el primero que se casó en la capilla", recuerda Mike. Había comisaría, "pero los calabozos quedaron invictos", afirma orgulloso. Las casas tenían fondos en común y el sentido de propiedad dejó paso a un sentimiento de compartir la vida en comunidad.
La dinámica de la vida en la villa era la de un pueblo, pero con muchos más servicios. Los hombres cumplían turnos de 12 horas de trabajo. Muchos de ellos pasaban todo el día construyendo túneles. Las mujeres, los niños y los obreros que estaba descansando, permanecían en la villa. La vida social era intensa. Había un grupo de teatro, bailes, un club donde se hacían deportes, supermercado, banco, galería de comercios.
Un alto porcentaje de italianos ocupaban cargos administrativos. Habían venido también con sus familias y sus hijos asistían a una escuela especial. "Les daban clases en italiano, de septiembre a junio, y luego se iban a rendir a Italia", afirma Marcela. "Había una Institución que se llamaba Servicios Generales: "Si se te rompía un lavarropas, al otro día ya tenías otro", recuerda Elda López. "Nosotros no pagábamos nada, todo lo daba la empresa", sintetiza. Todos los días tenían ómnibus gratis para viajar a Bariloche. "Hacías un asado y tu vecino se sumaba, y luego el otro. Éramos una gran familia", completa Ery Miranda.
La represa fue un imán para todo aquel que quisiera trabajo y a los 3200 pobladores estables se les sumaron muchos. "Llegamos a tener 5.000 habitantes en la villa", recuerda Mike. Las condiciones para aplicar eran simples: con 16 años y la primaria hecha, era suficiente. "Te tomaban de chico para que pudieras aprender", rememora.
Para 1980, la comunidad ebullía. "Todos los artistas que venían a Bariloche, los íbamos a buscar para traerlos a Alicurá", dice Mike. Así, llegaron Sergio Denis, Los Pimpinela, Los Plateros, sólo para nombrar a algunos. "Un día trajimos a Moria Casán, no se debe acordar que estuvo acá", tira al pasar.
En 1984, con parte de la obra terminada, Alicurá comenzó a transitar el principio de su fin. La nevada de ese año marcó un antes y después en la historia del pueblo, que estaba condenado a desaparecer dos años después. "Hubo más de un metro de nieve, quedamos incomunicados", rememora Marcela. La escuela suspendió las clases y entonces los niños tomaron el pueblo. "Hicimos muñecos, nos tirábamos en culipatín por la calle Q, que era la más alta", agrega.
La obra de la represa Alicurá terminó en 1986. La empresa tenía que desmantelar la villa para llevar todas las casas y edificios a la obra que estaba haciendo en Piedra del Águila. "Recibías un telegrama, te decían que en 15 días te tenías que ir", recuerda Mike. El destino podría estar dentro de la provincia o en cualquier parte del país que Impregilo tuviera obras, como Yacyretá.
"La empresa no te ayudaba en la mudanza, aparecía un camión en tu casa y en poco tiempo tenías que meter lo que podías", conmemora Marta. "Eran momentos tristes, no querías ver a nadie, te levantabas y tu vecino ya no estaba más", agrega Oscar Alfaro.
Los 3.200 habitantes se fueron y en pocos meses el pueblo quedó sin casas ni edificios. "A veces pasaba por la ruta y paraba para mirar cómo había terminado todo, mi hijo había nacido ahí, fue mi lugar en el mundo", explica Mike, que ha hecho un museo en su casa en la vecina Plottier con todo lo que pudo juntar de esta localidad que existió por siete años. y sigue viviendo en el recuerdo de sus ex habitantes, que pelean contra el olvido.
Por: Leandro Vesco